«ALEGRAOS Y REGOCIJAOS» (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, la llamada a la santidad. Así se lo proponía el Señor a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto». (Gn 17,1)
Así comienza la Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate del santo padre Francisco, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual que no deberíamos dejar de escuchar, porque la santidad es la respuesta adecuada a la llamada que Dios hace al hombre.
El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente». (G.E., 6) La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aún fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo». (G.E., 9)
Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrado o consagrada? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, madre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales. (G.E., 14)
Porque «esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio. (G.E., 19) Esta misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde Él. En el fondo la santidad es vivir en unión con Él los misterios de su vida. (G.E., 20) Tu identificación con Cristo y sus deseos, implica el empeño por construir, con Él, ese reino de amor, justicia y paz para todos. Cristo mismo quiere vivirlo contigo, en todos los esfuerzos y renuncias que implique, y también en las alegrías y en la fecundidad que te ofrezca. Por lo tanto, no te santificarás sin entregarte en cuerpo y alma para dar lo mejor de ti en ese empeño. (G.E., 25)
No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser santos». (G.E., 34)